@MendozayDiaz

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lunes, 18 de septiembre de 2017

El trabajo "de mamá".

“Todas las familias felices se parecen; mientras que cada familia infeliz lo es a su manera”. Así comienza una de las mejores novelas de todos los tiempos: “Ana Karenina”. Fue escrita hace más de cien años por León Tolstoi, un gran novelista ruso que supo llegar a las entrañas más profundas de los sentimientos humanos. Tolstoi pensaba que hay muchas maneras de ser desgraciados, pero una sola de ser felices. Yo, por el contrario, creo que todas las personas infelices se parecen y que cada cual es feliz a su manera. Todas las personas infelices se parecen, tienen algo en común: no han sabido superar el egoísmo. La barrera que nos separa de la felicidad siempre es la misma: nosotros mismos. En cambio, cada uno es feliz a su manera. Es lo que cantaba Frank Sinatra en aquella mítica canción que precisamente se titulaba “My way”, “A mi manera”. Hay tantas maneras de ser feliz como personas, porque la felicidad es el sentimiento más íntimo e intransferible.

La infelicidad de muchas personas se resume en que no han encontrado una razón a su vida. Para algunas personas la vida no tiene sentido. Mejor dicho, piensan que el único sentido de la vida es que ésta no tiene sentido, que hay que vivirla sin más. No vale la pena, por lo tanto, hacerse preguntas profundas, porque simplemente no tienen respuesta. Personas que viven medio dormidas, que no encuentran sentido a su vida o que lo buscan en cosas equivocadas. No es extraño que piensen que la vida no tiene sentido, porque encontrarlo no es fácil. Parece algo evidente, pero hay muchas personas adultas que no han madurado, que no han dado ese paso tan fundamental, que siguen echando balones fuera, que siguen culpando a los demás de lo que les pasa, que no son capaces de asumir responsabilidades. Uno no puede madurar hasta que no acepta que es el responsable de su vida, hasta que no deja de echar las culpas a otro de lo que le ocurre, hasta que no asume que sólo él o ella, y nadie más, responde de sus actos.

Aunque lo parezca, la realidad no es inamovible por la sencilla razón de que nosotros pertenecemos a ella. Por lo tanto, si nosotros cambiamos, la realidad tiene que cambiar también. La cuestión está en aprender a influir en la realidad para que ella no nos influya negativamente. Aquella frase clásica que dice serenidad para aceptar lo que no puedo cambiar, fortaleza para cambiar lo que sí puedo y sabiduría para distinguir la diferencia. La mayoría de las recomendaciones tienen una cosa en común: para ser felices tenemos que salir de nosotros mismos. Una manera en que se puede aportar un sentido a la vida es dedicarse a amar a los demás, dedicarse a la comunidad que nos rodea y dedicarse a crear algo que nos proporcione un objetivo y un sentido.

Ser feliz se parece a regresar al hogar. Todavía hay hombres que cuando se involucran en las tareas domésticas, y en la educación de los hijos, lo hacen con la conciencia de estar actuando como suplentes, ya que la responsabilidad titular del cuidado de los hijos corresponde a la madre, a la que ellos ocasional y graciosamente “ayudan” …. Un padre debe responsabilizarse en cuanto padre y no como una madre “de segunda categoría”. Qué triste que un padre no inculque en sus hijos el valor del trabajo “improductivo”, en el sentido de mal pagado y no siempre agradecido, pero generoso y abnegado de la madre. Unas dedicadas en exclusiva al trabajo en el hogar y, otras, la mayoría, compatibilizándolo con sus trabajos profesionales. Conciliando o, al menos, intentándolo. Como le escuché hace años a un orientador familiar: las madres cocinan para que otros coman, limpian para que otros ensucien, ordenan para que otros desordenen, reparan para que otros estropeen, organizan para que otros desorganicen, entretienen para que otros no se aburran, cuidan para que otros no enfermen, dan compañía, seguridad, cariño; enseñan a trabajar, enseñan a vivir…Y todo eso para que, en algunos casos, el cretino de su hijo, preguntado sobre en qué trabaja su padre diga (por ejemplo): “trabaja en un supermercado”; y sobre su madre (dedicada al trabajo en casa) diga: “no trabaja en nada…”.

Tenemos la responsabilidad de valorar, ante nuestros hijos, con gestos claros, explícitos, el trabajo doméstico, independientemente de cuál de los padres lo realice, porque es tarea de ambos. Como en tantas cosas de la vida el mejor gesto es el ejemplo, encargándonos de tareas concretas. Por ejemplo, limpiando un baño que, además, no es tarea exclusiva de papá o mamá: los hijos también tienen que responsabilizarse a través de sus propios encargos en la casa. Si no lo hacemos, los hijos entenderán que servir por cariño, hacer amable la vida a los demás, hacer compañía, preocuparse por algo que no sea uno mismo, es un desperdicio improductivo muy distinto -inferior- al del trabajo fuera del hogar.



Publicado en "Diario de León el domingo 17 de septiembre del 2017: http://www.diariodeleon.es/noticias/opinion/trabajo-de-mama_1188626.html

martes, 5 de septiembre de 2017

La suerte de vivir en León.

Tengo la suerte de vivir y trabajar cerca del río Bernesga a su paso por la ciudad de León. Seis, ocho, diez veces al día lo cruzo, en un sentido u en otro. A distintas horas, con luces diversas. Me encanta el Paseo de La Condesa con sus castaños, ahora anticipándonos sus frutos, ofreciéndonos la sombra que tanto se agradece en esta época del año. Hace meses que disfruto con las fotos de Andrés Martínez Trapiello: magníficas, de los rincones más entrañables y pintorescos de nuestra ciudad. Tomadas, habitualmente, a primera hora, cuando sale a pasear con Tosca; y publicadas en su Facebook, casi todos los días.

Hoy, temprano, crucé el Bernesga por la pasarela a ras del río. Me paré y miré las aguas tan cristalinas, la vegetación a ambas orillas. Paisanos pescando. Caminando, otros más rápido. Solos o acompañados. Todos disfrutando del paseo. Más allá, el puente de San Marcos. Si las piedras hablaran. Por allí han pasado y pasan, cada día, miles de peregrinos haciendo el camino. Durante más de veinte años, por razones de mi trabajo, he vivido en varias ciudades, en Europa y en América. No es presunción, quiero decir que sé de lo que estoy hablando: cuánta gente anhela disfrutar de lo que disfrutamos quienes tenemos la suerte de vivir en León. Cerca de la Pulchra Leonina, de San Isidoro, de la Plaza Mayor, de nuestros parques y jardines (¿cuándo fue la última vez que diste una vuelta por el parque de Quevedo?). No es común. Es cierto que falta mantenimiento (mucho), que la limpieza deja mucho que desear (en mi opinión, una de las prioridades de nuestra ciudad). Pero no toda la responsabilidad es de nuestras autoridades municipales: hay conciudadanos que no colaboran, que abusan. Esos mamarrachos que rayan las paredes con frases o dibujos absurdos. Por favor, no les llamen grafiteros, que eso los eleva, pareciera que les otorga una categoría de artistas que no merecen. Me enfado cuando paso por la orilla este del río y veo destrozadas las figuras de madera que con tanta gracia y singularidad embellecían el paisaje y eran juego y agrado para los más pequeños y sus acompañantes. Algún hijo-de-su-madre no tenía mejor cosa que hacer que arrancarles las crines a los caballitos, las patas a los cocodrilos y los cuernos a las vaquitas.


O cada año, por San Juan, al ver cómo la generación-más-preparada-de-nuestra-historia (no sé si reír o llorar) deja las orillas de nuestro Bernesga después del llamado botellón. Los mismos angelitos que durante el año te miran feo si te equivocas al depositar en una papelera una botella en el lugar del papel o donde la basura orgánica. Hipócritas. Nos molestamos cuando un perro defeca y su dueño no lo recoge, pero nada decimos cuando esos miles de bárbaros defecan y más junto al río, en las calles y en-los-portales-de-los-edificios-cercanos… O solicitamos a las administraciones más campañas para prevenir a los adolescentes de los males del alcohol y de las drogas, y, sin embargo, en esas “fiestas” son miles los menores de edad que, ante la pasividad de sus padres y autoridades, se ponen hasta el chongo. En fin, no quiero enturbiar el sentido de mis palabras, pero es que me duele que se ponga en peligro algo que quiero y valoro, ante la tibieza de propios y extraños.

León es una ciudad muy agradable para vivir. Y no sólo por su historia, por sus monumentos. León es una forma de vivir, de relacionarse, de convivir. Un estilo de vida. Lo triste es que, a medio plazo, incluso a corto, es probable que esta calidad de vida no sea sostenible porque los indicadores dicen que somos los primeros en ancianos, en bajas de larga duración, en pérdida de población o en menor crecimiento económico. Ante esta situación es inútil lamentarse. Lo que hay que hacer es actuar, democráticamente. Si León, durante las últimas décadas, ha dejado de ser lo que era -o lo que quisimos que fuera- en favor de ciudades como Burgos, Valladolid, Palencia… Pues es muy sencillo, como nuestros políticos no han hecho bien su trabajo: que pase el siguiente. Que-más-vale-malo-conocido-que-bueno-por-conocer. ¡A otro perro con ese hueso! Ese cuento ya nos lo conocemos: se llama voto del miedo y estamos sufriendo sus consecuencias. Afortunadamente, cada cierto tiempo, tenemos la posibilidad de elegir a los representantes que, según nuestro criterio, mejor van a defender los intereses de León o que, al menos, lo van a intentar. A su manera, ¡viva la libertad! Y, si no lo hacemos, para solaz de los actuales, daremos por bueno ese refrán que dice que cada pueblo tiene los gobernantes que se merece.

Publicado en "Diario de León" el domingo 3 de septiembre del 2017: http://www.diariodeleon.es/noticias/opinion/suerte-vivir-leon_1185341.html

jueves, 31 de agosto de 2017

#OpinionesDeUnOpinante

Ése es el título de mi nuevo libro que ya está imprimiéndose y se distribuirá a finales del mes de septiembre.

Muchas gracias a mi amigo Francisco Igea Arisqueta por escribir el Prólogo.

Y a Eolas Ediciones por su confianza.


jueves, 24 de agosto de 2017

Quiere a tus hijos.

Vivir bajo el mismo techo no es sinónimo de convivir, de participar en la vida del otro, de atenderla como se atiende un negocio importante. Y la situación puede llegar a ser cruel: desconocidos de la misma sangre, bajo el mismo techo y que se supone unidos por el valor del afecto… al frigorífico en común (y siempre que esté lleno), como solía añadir con sarcasmo mi amigo Mario cuando hablábamos de estos temas de matrimonio y familia. Somos los padres los que tenemos que anticiparnos y tomar la iniciativa. Y nada mejor que a través de una conversación entre padres e hijos, que es uno de los fundamentos de la convivencia familiar. A través del lenguaje nos podemos aproximar a su intimidad, a lo que les sucede por dentro, a la vez que se les abre y se da a conocer la propia intimidad. Sin este intercambio fluido las relaciones serán siempre frías y la educación se restringirá a lo normativo, sin la calidez del afecto. Eso sí, la conversación en familia no puede sustituir a la personal, más íntima y que tiene en cuenta las particularidades y la afectividad de cada uno. Dialogar a solas es, antes que nada, para unos padres, disponer atentamente los oídos y atar la lengua, es decir, saber escuchar.

Los mil pequeños asuntos cotidianos son la vida de cada día, es decir, la vida misma, que transcurre habitualmente a través de detalles mínimos que pueden parecer insignificantes, pero que van configurando el carácter, las actitudes y el modo de ser de los hijos. Y el tiempo para educar y compartir con los hijos es un tiempo que sólo cuando ya ha pasado se echa en falta… Y pasa, lo aseguro, con una velocidad asombrosa e inadvertida: se descubre con nostalgia, con tristeza, cuando ya no se tiene. Insisto: hay que rescatar la hora de la comida, todos juntos en torno a la mesa común. Alimentarse es una necesidad biológica. Los animales comen en cualquier parte y les da lo mismo hacerlo solos o en rebaño. Para los seres humanos comer juntos en familia no solo cumple con la necesidad de sentirnos acompañados: la mesa común ofrece un momento especialmente privilegiado para la comunicación. Es un momento clave para demostrarnos que todos nos interesamos por lo de todos, que ninguno nos es indiferente. Es, en la vida de familia, donde cada hijo modela los rasgos de su carácter y el sentido que dará a su vida. El modo del ser del padre y de la madre (con conciencia o sin ella, queriéndolo o no) graba a fuego lento a toda la familia.

Pareciera que hoy los padres sentimos “temor” de nuestros hijos, en el sentido de que no nos atrevemos a “enfrentarnos” con los adolescentes, y así abdicamos de nuestra responsabilidad. Dice un amigo (de mi edad) que somos otra generación perdida; en nuestro caso, porque antes nos mandaban nuestros padres y, ahora, nos mandan nuestros hijos. Para la tranquilidad del momento, siempre será más fácil conceder, dar el gusto o esquivar el disgusto; así se logrará una aparente paz o un espejismo de armonía. Pero la permisividad o el desentenderse del problema no equivale a solucionarlo. Los padres no debemos callar por cansancio ni menos por comodidad. El cansancio es legítimo, pero el egoísmo no. Ante conductas equivocadas de los hijos, los padres, a veces, solemos reaccionar también equivocadamente, con actitudes que nos distancian de ellos, como hacerles sentir que ha disminuido nuestro cariño. La tentación del desánimo y el desaliento -aunque comprensible- no favorece la solución de los problemas de los hijos o con los hijos, porque se puede caer en ese estado de desesperanza en que todo parece un callejón sin salida. No se trata de pasarlas por alto ni de confiar en que el-tiempo-todo-lo-cura, si se esconde la cabeza al problema: hay que corregir. Pero el modo de corregir es tan clave como la corrección misma. Padres que procuran que la vida familiar sea acogedora, pero que se atreven a corregir y a exigir con fortaleza y con cariño, porque no temen servirles con el ejercicio de su autoridad moral, porque quieren a sus hijos.

Publicado en "Diario de León" el miércoles 23 de agosto del 2017: http://www.diariodeleon.es/noticias/opinion/quiere-tus-hijos_1182959.html